Esta sea tal vez solo una más de
tantas veces que algún desocupado se sienta frente a la hoja en blanco a
difamar del Transmilenio. Qué fácil es hacerlo, carajo, cada vez más, si cada
vez está peor. Duré cinco años viajando al centro, con alguna regularidad, en
Transmilenio. Lo hacía de vez en cuando, cuando mi horario de entrada a la
universidad era las nueve de la mañana. Lo hacía obligado por el trancón
terrible, insufrible, de la carrera séptima a la altura de la 127. Por eso pensaba
yo que el Transmilenio no era tan malo, porque montar en bus se me hacía
todavía peor.
Este semestre me he tenido que
movilizar en Transmilenio, por el mismo motivo, pero la verdad es que ya no
sabe uno qué es peor. Añoraría irme en bicicleta, y no estaría escribiendo
estas líneas. Como muchos bogotanos, no puedo. Cuestiones de trabajo,
distancia, mal tiempo, seguridad, entre otras muchas. Antes, al llegar a la
estación, hacía una fila de más o menos 10 personas, que demoraba algo menos de
un minuto en llevarme justo a la taquilla. Ahora, la fila empieza desde las
escaleras del puente, llevándome casi diez minutos solo entrar. En solo un
semestre pareciera que la población del barrio se hubiera multiplicado varias
veces. Será que tenemos muchos hijos, pienso a veces. Autocontrol demográfico,
por favor.
Sobre todo se da cuenta uno de lo
difícil que está la cosa, cuando entra a la estación y no se puede pasar de un
vagón a otro sino con muchísima dificultad. Tomar los buses es todo un
problema, y la gente empieza a exigir cada vez con mayor ahínco y
desesperación. He tenido suerte. Un par de veces, justo después de abordar un
articulado tan abarrotado como caluroso, he visto, en la siguiente estación, a
mis conciudadanos bajándose a la calle para protestar por nuestro infortunio. Con
toda razón. Y eso que las estaciones cercanas por donde me movilizo no son ni
la 100, ni Virrey, donde el problema es evidente desde hace ya varios años.
El otro día leí una noticia que
casi me lleva al exilio. Que todo el transporte de Bogotá iba a pasar a manos
de Transmilenio, mediante un extraño cambio de razón social, propio de los
torcidos típicos, casi reglamentarios, de nuestra sociedad ejemplar. Esto sí es
el colmo, pensé. Me imaginé el apocalipsis. Ahora veo que no era tan así, y que
en realidad el proyecto de la Empresa Gestora de Transporte, o como sea que le
vayan a poner, parece implicar algunas soluciones para nosotros, los
parroquianos normales. (En este punto, apreciado lector, sírvase al menos tocar
madera).
A lo que quiero llegar después de
todo este desorden narrativo, que, por demás, me tiene sin cuidado en esta precisa
ocasión, es precisamente a la urgente y necesaria acción del Estado para poner
en cintura a los operadores de Transmilenio, y a las autoridades. Leo la última
frase y me doy cuenta de mi error. O el de este país, que al final no es mi
culpa. O tal vez un poco, como se verá. Me explico. Las autoridades no pueden
meter en cintura a las autoridades como un policía no se puede arrestar a sí
mismo y llevarse a la cárcel y torturarse con armas eléctricas y todo eso que
hacían (¿porque ya no lo hacen no?) los policías de antes. El presidente no le
va a pisar la manguera, otra vez, al pobre Petro. Y este parece ya no estar con
su ánimo combativo de antaño en contra de las élites oligárquicas. Claro que no
van a meter en cintura, tampoco, a los señores socios de Transmilenio, que lo
que tienen es un negocio muy bien montado. Mentiras, no es que sea claro, o al
menos no debería serlo, porque ojalá que los hicieran “entrar en razón” de
alguna u otra manera, a ver si nos prestan un poquito de atención.
Pero es que también tenemos
huevo. Me disculpan la expresión. Tenemos huevo cuando llega un Transmilenio
desocupado y nos lanzamos a la guerra, como pájaros espantados huyendo en
desbandada, como rebaño de ovejas amedrentadas por el látigo del pastor, por el
látigo del tiempo, de los afanes, del desasosiego. Así respira Bogotá. Así
respira uno cuando se sube o lo suben en ese aparato. Como si por entrar más
rápido y empujando fuera a caber más gente.
Hay sin embargo algunas cosas
buenas, al menos en apariencia. La gente, cuando eso pasa, se sube riéndose. Al
que termina en el articulado incorrecto gracias a la multitud, lo acepta
resignado y termina por acostumbrarse a que cualquier ruta le sirva. Yo todavía
no puedo tener buena cara, como he visto por ahí a algunos santos. Pero ya no
me enfurezco tantísimo. Tengo en cuenta que si el Estado no va a actuar,
deberíamos hacerlo nosotros. Pero tampoco lo hago entonces ni para qué me
quejo. Algún día, si esto sigue así, no tendré tanta suerte, y hasta sea yo el
que se baje con pancartas, mamado, indignado, a bloquear la vía. Tal vez,
también, puede que solo emita un grito atemorizante y salga corriendo atravesando
la autopista con actitud de desequilibrado ante la mirada inexpresiva de los
pasajeros. O tal vez también, y por eso digo “buenas en apariencia”, haga como
muchos, me acostumbre a levantarme más temprano, y me resigne a vivir lo
invivible en el país donde todo es posible. En el país donde el sobrecupo es un
mito y la puntualidad un defecto. ¿Me acostumbro? ¿Me acostumbran? ¿Se
acostumbran? ¿Los acostumbro? En esta ciudad el sufrimiento se conjuga para
todos los sujetos. En todos los tiempos. Así también la resignación y la
desidia; y claro, la cheveridad y el relajo, gracias a todos los cielos por los
siglos de los siglos.
Ya en serio, lo único que hubiera
debido escribir en vez de tanta carreta es simplemente esto: Que el Estado
despierte y la ciudadanía reaccione. Viceversa también funciona. Y que
mientras, nos comportemos con “altura y civismo”, palabras que nos encantan a
los bogotanos, por lo fonético más que por lo semiótico, por supuesto.
Esta columna es un desorden. Como
el sistema de transportes en Bogotá, ahora que lo pienso. Espero, no obstante,
que haya sido tan entretenido como para mis compañeros de viaje cuando esta
mañana intenté bajar la mano al bolsillo para subir el volumen de mi celular, y
un señor se iba enojando porque yo había metido la mano en el traje de él. Tuve
suerte también hoy, claro que sí, que si fuera otro me habría “metido la mano”,
en sentido ya no tan literal, por la equivocación. Pero era difícil no entender
la situación. Un día, pienso a veces, llegaré a mi casa con las medias de algún
otro fulano. Desde que no estén rotas, ¿qué más da?