lunes, 10 de noviembre de 2014

Las estatuas que no ha visto Petro.

La controversia suscitada por la instalación de la placa conmemorativa donde se recordaba a los hombres que murieron intentando invadir Cartagena, no puede ser más oportuna en un país donde, por doquier, se instalan monumentos a la maldad. Lejos de ser una polémica vacía, sirve para la reflexión en un país acostumbrado a hacerle homenaje a la barbarie. ¿Por cuántos años más seguiremos aprendiendo la historia que nos enseñan los ganadores? ¿Por cuánto tiempo más tendremos que seguir viendo a Colón como el gran civilizador?
Extraño el alboroto que armó Gustavo Petro por el asunto de la placa, ya que, sin importar que esa no fuera su jurisdicción, se fue lanza en ristre contra el alcalde de Cartagena, por su falta de tacto al momento de aprobar y además participar de la instalación de la placa. Extraño sobre todo porque Petro es alcalde de Bogotá, y en esta ciudad también abundan los monumentos a la vergüenza.
Dice la revista Semana que Petro “se sublevó” contra la decisión de la alcaldía de Cartagena, y que en gesto de rebeldía propuso instalar una placa en honor de Benkos Bohío, cimarrón que había luchado por la justicia y la libertad en los tiempos de la esclavitud.
¿Por qué no se subleva Petro contra sus antecesores, quienes han permitido levantar en Bogotá distintos y terribles monumentos? Será que no ha visto el horrible busto de Laureano Gómez, en cuyos ojos aún se leen la maldad y la barbarie de aquel hombre que con su discurso habría inspirado a cuanto pájaro y chulavita a practicarle las más horrendas torturas a sus paisanos de origen liberal. Será que no ha visto Petro el vergonzante monumento al Estado de Israel, ubicado en la carrera 11, en uno de los sectores más exclusivos de la capital, mientras cientos y cientos de niños palestinos son arrestados, desplazados y asesinados por ese mismo Estado. No ha pasado Petro por la carrera séptima donde se ve todavía el maltrecho monumento a Américo Vespucio, hombre que con un catalejo habría gestado la más terrible matanza que había conocido la humanidad.
La lista es larga, tanto que podría hacer uno en Bogotá el tour del odio, o algo parecido. Mientras tanto, los monumentos solo producen pena.
Dice Alfredo Iriarte en uno de sus fabulosos libros, que los habitantes de Santafé habrían recibido a Pablo Morillo, el pacificador, con una algarabía propia del recibimiento de un virrey, de un rey, del mesías mismo. Así también nosotros recibimos a príncipes y princesas, con tapete rojo y disparos al aire, con placas y estatuas, con eventos sociales y culturales para su divertimento, muy a costa (¿o a causa?) de nuestra propia cultura, de nuestra propia visión de país, de mundo, si es que algún día tuvimos tal visión, que permítaseme dudarlo.
Dejemos ahí la placa de Cartagena, dejemos la macabra escultura de Laureano, dejemos la estatuilla del Estado de Israel, dejemos al pintorreteado y ultrajado Vespucio, pues esos monumentos hacen más honor al cinismo y la ignorancia de quienes quisieron instalarlos, que a sus mismos protagonistas, de quienes finalmente casi nadie sabe nada. Pero aprendamos a estudiar la historia desde un sentido más crítico, más nuestro, sin tanto arribismo y sin tanta estatua, que lo que hace falta son buenos colegios y buenos maestros, que enseñen la historia de Benkos Bohío para que los niños sepan quién es semejante negro cuando lo vean rompiendo sus cadenas en alguna calle o plaza de la ciudad.

jueves, 28 de agosto de 2014

Las culpas compartidas del fracaso de Transmilenio.


Esta sea tal vez solo una más de tantas veces que algún desocupado se sienta frente a la hoja en blanco a difamar del Transmilenio. Qué fácil es hacerlo, carajo, cada vez más, si cada vez está peor. Duré cinco años viajando al centro, con alguna regularidad, en Transmilenio. Lo hacía de vez en cuando, cuando mi horario de entrada a la universidad era las nueve de la mañana. Lo hacía obligado por el trancón terrible, insufrible, de la carrera séptima a la altura de la 127. Por eso pensaba yo que el Transmilenio no era tan malo, porque montar en bus se me hacía todavía peor.

Este semestre me he tenido que movilizar en Transmilenio, por el mismo motivo, pero la verdad es que ya no sabe uno qué es peor. Añoraría irme en bicicleta, y no estaría escribiendo estas líneas. Como muchos bogotanos, no puedo. Cuestiones de trabajo, distancia, mal tiempo, seguridad, entre otras muchas. Antes, al llegar a la estación, hacía una fila de más o menos 10 personas, que demoraba algo menos de un minuto en llevarme justo a la taquilla. Ahora, la fila empieza desde las escaleras del puente, llevándome casi diez minutos solo entrar. En solo un semestre pareciera que la población del barrio se hubiera multiplicado varias veces. Será que tenemos muchos hijos, pienso a veces. Autocontrol demográfico, por favor.

Sobre todo se da cuenta uno de lo difícil que está la cosa, cuando entra a la estación y no se puede pasar de un vagón a otro sino con muchísima dificultad. Tomar los buses es todo un problema, y la gente empieza a exigir cada vez con mayor ahínco y desesperación. He tenido suerte. Un par de veces, justo después de abordar un articulado tan abarrotado como caluroso, he visto, en la siguiente estación, a mis conciudadanos bajándose a la calle para protestar por nuestro infortunio. Con toda razón. Y eso que las estaciones cercanas por donde me movilizo no son ni la 100, ni Virrey, donde el problema es evidente desde hace ya varios años.

El otro día leí una noticia que casi me lleva al exilio. Que todo el transporte de Bogotá iba a pasar a manos de Transmilenio, mediante un extraño cambio de razón social, propio de los torcidos típicos, casi reglamentarios, de nuestra sociedad ejemplar. Esto sí es el colmo, pensé. Me imaginé el apocalipsis. Ahora veo que no era tan así, y que en realidad el proyecto de la Empresa Gestora de Transporte, o como sea que le vayan a poner, parece implicar algunas soluciones para nosotros, los parroquianos normales. (En este punto, apreciado lector, sírvase al menos tocar madera).

A lo que quiero llegar después de todo este desorden narrativo, que, por demás, me tiene sin cuidado en esta precisa ocasión, es precisamente a la urgente y necesaria acción del Estado para poner en cintura a los operadores de Transmilenio, y a las autoridades. Leo la última frase y me doy cuenta de mi error. O el de este país, que al final no es mi culpa. O tal vez un poco, como se verá. Me explico. Las autoridades no pueden meter en cintura a las autoridades como un policía no se puede arrestar a sí mismo y llevarse a la cárcel y torturarse con armas eléctricas y todo eso que hacían (¿porque ya no lo hacen no?) los policías de antes. El presidente no le va a pisar la manguera, otra vez, al pobre Petro. Y este parece ya no estar con su ánimo combativo de antaño en contra de las élites oligárquicas. Claro que no van a meter en cintura, tampoco, a los señores socios de Transmilenio, que lo que tienen es un negocio muy bien montado. Mentiras, no es que sea claro, o al menos no debería serlo, porque ojalá que los hicieran “entrar en razón” de alguna u otra manera, a ver si nos prestan un poquito de atención.

Pero es que también tenemos huevo. Me disculpan la expresión. Tenemos huevo cuando llega un Transmilenio desocupado y nos lanzamos a la guerra, como pájaros espantados huyendo en desbandada, como rebaño de ovejas amedrentadas por el látigo del pastor, por el látigo del tiempo, de los afanes, del desasosiego. Así respira Bogotá. Así respira uno cuando se sube o lo suben en ese aparato. Como si por entrar más rápido y empujando fuera a caber más gente.

Hay sin embargo algunas cosas buenas, al menos en apariencia. La gente, cuando eso pasa, se sube riéndose. Al que termina en el articulado incorrecto gracias a la multitud, lo acepta resignado y termina por acostumbrarse a que cualquier ruta le sirva. Yo todavía no puedo tener buena cara, como he visto por ahí a algunos santos. Pero ya no me enfurezco tantísimo. Tengo en cuenta que si el Estado no va a actuar, deberíamos hacerlo nosotros. Pero tampoco lo hago entonces ni para qué me quejo. Algún día, si esto sigue así, no tendré tanta suerte, y hasta sea yo el que se baje con pancartas, mamado, indignado, a bloquear la vía. Tal vez, también, puede que solo emita un grito atemorizante y salga corriendo atravesando la autopista con actitud de desequilibrado ante la mirada inexpresiva de los pasajeros. O tal vez también, y por eso digo “buenas en apariencia”, haga como muchos, me acostumbre a levantarme más temprano, y me resigne a vivir lo invivible en el país donde todo es posible. En el país donde el sobrecupo es un mito y la puntualidad un defecto. ¿Me acostumbro? ¿Me acostumbran? ¿Se acostumbran? ¿Los acostumbro? En esta ciudad el sufrimiento se conjuga para todos los sujetos. En todos los tiempos. Así también la resignación y la desidia; y claro, la cheveridad y el relajo, gracias a todos los cielos por los siglos de los siglos.

Ya en serio, lo único que hubiera debido escribir en vez de tanta carreta es simplemente esto: Que el Estado despierte y la ciudadanía reaccione. Viceversa también funciona. Y que mientras, nos comportemos con “altura y civismo”, palabras que nos encantan a los bogotanos, por lo fonético más que por lo semiótico, por supuesto.


Esta columna es un desorden. Como el sistema de transportes en Bogotá, ahora que lo pienso. Espero, no obstante, que haya sido tan entretenido como para mis compañeros de viaje cuando esta mañana intenté bajar la mano al bolsillo para subir el volumen de mi celular, y un señor se iba enojando porque yo había metido la mano en el traje de él. Tuve suerte también hoy, claro que sí, que si fuera otro me habría “metido la mano”, en sentido ya no tan literal, por la equivocación. Pero era difícil no entender la situación. Un día, pienso a veces, llegaré a mi casa con las medias de algún otro fulano. Desde que no estén rotas, ¿qué más da?

sábado, 12 de julio de 2014

¡Sí a los memes de Pablo Escobar!




Encolerizados siguen la mayoría de colombianos con la holandesa y los australianos que hicieron el chiste de Falcao y James aspirando cocaína. Mucho se les dijo, y a ella hasta la hicieron dimitir de su cargo en la UNICEF. Todo por un simple chiste, que ella en verdad no cree que aquí todos consumamos de esa, y menos los futbolistas, pero es como molestar a los gringos por brutos, a los argentinos por creídos, o a los mexicanos por saltamuros. A mí me da risa a veces. Empero, no voy a hablar de qué tan chistoso es, ni de qué tan irrespetuoso pudo haber sonado. Es un estereotipo más, y como siempre con los estereotipos, alguna razón soterrada existe para su popularización. O no tan soterrada, en nuestro caso, que si hay producto colombiano más célebre que el café es la coca, y si hay hijo famoso de estas tierras es el Patrón, Pablito Escobar, Señor de la Cocaína. Pero de Escobar me ocupo al final, si el lector me tiene paciencia.
No hay mejor forma de saber cómo piensa un pueblo que saber de qué se ríe. Uno siempre se ríe de cosas,  o comunes, o que se salen de la normalidad: El bogotano promedio se ríe cuando razona acerca del hecho de que ni él, ni ninguno de sus paisanos, se sienta en un asiento del transporte público hasta que éste no se haya enfriado a temperatura ambiente. Esa es la risa de lo homogéneo. Pero suba usted a un costeño en un bus por la séptima, y verá que después de un rato el costeño también goza burlándose de tan extraña tradición. Esa es la risa de la heterogeneidad, de la superioridad.
Para Hobbes, reírse era un acto subversivo. Quién se ríe, se siente superior a aquello de lo que se ríe. La risa que temía Hobbes es la risa de la heterogeneidad. Porque para Hobbes no hay nada superior al Estado, al Leviatán. La risa es el desorden, lo cómico es lo criticable, y lo criticable es lo razonado. Por ello, en sus tiempos, la risa era concebida como un peligroso factor de (des)articulación, la mecha que enciende la pólvora. La racionalidad individual nos permite apercibirnos del ridículo. El ridículo lo es por cuanto quien lo percibe no se siente igual sino mejor. Quien se ríe, diría Hobbes, se siente superior al ridículo, y para hacerlo tuvo antes que razonar. No le sirve al Estado monstruoso de Hobbes la gente que piensa mucho. Pero calma, que ya vamos al punto.
Hay veces en que la risa se presenta de manera colectiva y no individual. El funcionamiento es parecido: Cada uno, antes o después del chiste, en su individualidad, razona alguna cosa de la cual concluye que es ridícula, por parecida a sí o por totalmente opuesta. Se presenta después una especie de agregado de la razón colectiva, y no falta quien suelta un chiste que ya otro tenía en la punta de la lengua. Los chistes machistas, racistas, feministas, xenófobos, etc., no son más que eso. La forma en que un grupo social, o una persona, identificándose a sí mismo por oposición al otro, pone sobre la mesa su presunta, o más bien su fingida superioridad.
Pero hay algo de lo que no se habla mucho y es que los chistes donde uno parece superior al otro son la mejor forma de que los dos estén, realmente, al mismo nivel. Me explico. En Colombia, díganme si no, uno no es amigo del otro hasta que, bajito bajito, lo ha llamado con el nombre de alguna enfermedad venérea. Bien, cuenta el filósofo esloveno, Slavoj Zizek, que cuando estaba enlistado en el ejército yugoslavo, un compañero suyo, proveniente de otro de los países eslavos, además de intelectual íntegro, se le acercó de repente y sin ningún circunloquio le fue diciendo: “Me follo a tu madre”. Zizek lo entendió de inmediato: el otro, lejos de insultarlo, le tendía un lazo de amistad difícil de rechazar. “Continúa, mientras acabo yo con tu hermana”, le dijo el filósofo. Y rieron juntos.
Es como aquí en Bogotá que uno siempre tiene un amigo al que le dicen Negro. Y es más común que a Negro le valga un pepino que así lo llamen. Se ríe cuando le dicen guaricho, chocoano, vendedor de cocada, etc. Se ríe, sí, porque eso no es racismo sino igualdad. La posibilidad de denigrar del otro por sus diferencias, en chiste, no es más que una demostración de la igualdad percibida entre ambas partes. La certeza de que el negro no se va a ofender así le digas carbón, si no que va a soltar la risa y a hablar de la pequeñez del miembro sexual de los caucásicos, eso es igualdad.  De la auténtica, no de la fingida.
Milan Kundera, escritor checo, hablaba en otros términos de los dos tipos de risas: La risa de los ángeles, aquella risa contemplativa, complacida con la perfección absoluta de la creación de Dios. Y la risa del Diablo, risa seria y certera, que percibe las imperfecciones de la creación, y, creyéndose superior a ellas, emite carcajeos burlones. La risa del diablo es la risa a la que temía Hobbes. La risa de los ángeles, en cambio, es la risa que oculta el Leviatán tras la máscara de terror que muestra ante sus súbditos. El statu quo versus la transformación. La risa del diablo versus la risa de los ángeles.
Y dice Kundera que requiere el mundo quién se ría como los ángeles, y por supuesto quién se ría como el diablo. En su obra, manifiesto anti totalitario, la risa del diablo viene a ser la forma en que los soviéticos reían de su propio régimen, deslegitimando la risa mediocre de los ángeles stalinistas.
La vida misma es tan trágica como cómica. Tan trágica como grotesca. Por eso defiendo los memes de Pablo Escobar, los defiendo porque me dan risa, me dan risa porque son ridículos, me dan risa porque expresan lo grotesco de nuestra sociedad, de nuestra historia, de nuestras vidas. Que estamos jodidos, lo estamos, pero tan jodidos como cuando Pablo, jamás.
Leí que era el colmo que los colombianos se indignaran con la holandesa y los australianos del “perico”. Leí que era el colmo que porque si a nosotros mismos, colombianos, no nos indignaban las novelas y los memes de Pablo Escobar, no podíamos esperar menos de otros pueblos del mundo. Pues bien, las narco-novelas son la risa de los ángeles, la risa de la homogeneidad, la risa seria del que espera que todo siga igual. Las narco-novelas nos cuentan la historia de nuestros antihéroes, como si de héroes se tratara. Los memes de Escobar, en cambio, son la risa del diablo, risa de progreso, risa de superioridad.
Somos superiores a nosotros mismos, así nos cueste creerlo. Porque si reímos de Escobar es porque él ya no está para impedirlo, que no me imagino lo que habría sido de todas esas páginas de Facebook si Pablo siguiera vivo.
Dejemos pues, la mojigatería, y riamos complacidos, que Pablo Escobar ya no está. Su semblante, aún, persiste en la risa oculta de los ángeles. Esos ángeles malditos, de traje y corbata, de poncho y carriel, de botas y motosierra. Pero para eso estamos todos, colombianos típicos (y holandesas y australianos), para irlo borrando con carcajadas estruendosas que nos recuerden lo terrible de nuestro pasado y nos ilusionen con la superioridad propia de los días presentes. Por alguna vaina seremos tan burlones, que si no estaríamos aún entre chapetones y criollos.

Camilo Andrés Acosta.

@CamiloAcosta2

martes, 1 de julio de 2014

Esa "tal tercera vía de Santos" NO EXISTE.

Se habla hoy en la ciudad de Cartagena de una nueva forma de hacer política, una nueva forma de manejar y regular la economía. Dicen que se llama “La Tercera Vía”, y el concepto viene de la academia. Según Anthony Giddens, el teórico que la formuló, la tercera vía es una manera de gobernar, desde el centro político y desde la economía mixta. La tercera vía surge en la academia como una reacción al neoliberalismo que se impuso como salvación ante el fracaso del Estado de Bienestar y el Estado Socialista. Este artículo pretende revisar qué tan central es este gobierno y qué tan mixta es esta economía.
Cuando se dice que alguien está en el centro político es porque, básicamente, esa persona dice no ser ni de izquierda ni de derecha. El centro político no propone sino critica. No le sirve la derecha, que considera demasiado deshumanizada, y no le sirve la izquierda, a quien la ve como el abuelo alcahueta del ciudadano perezoso. Pero lo que sí es cierto es que no hay ideología de centro, ni programas sociales de centro, ni nada que se le parezca. El reformismo, que tiende a confundirse con ser “de centro”, es un poco más claro en sus intenciones de progreso social y económico, pero hay reformistas de izquierda y de derecha.
Para analizar la postura política del presidente Santos no hay que hacer un análisis demasiado profundo, sus políticas hablan por sí solas. Santos promueve la libertad de empresa, la propiedad privada, el libre cambio (en forma de TLCs), y un Estado que en general no se involucra demasiado en los asuntos del ciudadano. Santos es entonces un liberal. Y los liberales pueden ser más o menos liberales, más o menos socialistas. Si yo fuera Uribe, de una digo que Santos está muy cercano al socialismo porque es amigo de la FAR, de Maduro y de los Castro. Pero lo cierto es que para estar cerca del socialismo hay que propugnar un modelo económico colectivista y no capitalista, como el que promueve Santos. ¿Cuándo ha hablado Santos de afectar la propiedad privada? Por más de que Fernando Londoño, en su primera columna en este medio, diga que la “terminación del latifundio” es un atentado contra la propiedad privada, eso no es cierto. La terminación del latifundio no es una política colectivista, ni mucho menos, sino un esfuerzo que debe hacer el Estado por redistribuir equitativamente las tierras. Estoy seguro de que los grandes latifundistas no se van a quedar sin propiedades, tan seguro como que esto es Colombia y aquí mandan son ellos. Este gobierno es de derecha, una derecha más liberal que la derecha totalitaria de Uribe y Londoño, pero derecha al fin y al cabo.
Pasando a lo económico, no puede ser menos cierto eso de que Colombia es una economía mixta. Cualquiera que viva aquí sabe que el que manda es el que paga. Colombia está hecha a la medida de los ricos. Y cada vez más. Cualquier país, desde Cuba hasta Estados Unidos, puede alegar en parte que tiene una economía mixta. Esto es, una economía con gran participación del sector privado, y con una regulación (más o menos) fuerte por parte del Estado. Los países escandinavos, los más desarrollados del mundo, y los más prósperos de Europa, manejan, de verdad, economías mixtas. Noruega, por ejemplo, con grandes empresas privadas, garantiza el control estatal sobre el petróleo, principal recurso del país, y así interviene prácticamente en toda la economía. En Suecia, el mercado está un poco más desregularizado, y las empresas públicas no son muchas. Sin embargo, el Estado interviene la economía cuando redistribuye cerca del 60% de los salarios de los ciudadanos a través de impuestos al ingreso. Aquí sería terrible que el Estado le quitara a uno el 60% del salario, sobre todo si es el salario mínimo, pero es tan terrible porque no podemos si quiera concebir un Estado que de verdad redistribuya los recursos, a eso no nos han acostumbrado.
Total que hay varias formas de que la economía sea, o al menos parezca, mixta. Pero en Colombia no hay ni rastros. Como ni rastros de que Santos sea de centro, si toda la vida ha gobernado con la derecha y lo sigue haciendo. Ni hablemos de sus compañeros en Cartagena: Blair, Clinton, Cardoso, Lagos; todos estandartes del neoliberalismo en sus países.
Dijimos antes que la tercera vía es una reacción al neoliberalismo. El neoliberalismo fue una reacción de derecha ante el fracaso del Estado de bienestar y los estados socialistas. Colombia no fue socialista, ni tuvo Estado de Bienestar, pero sí nos metieron el cuento del neoliberalismo. Ahora, tan vivos ellos, le ponen al neoliberalismo “Tercera Vía”, disfrazando al lobo de oveja. Lo que uno ve, en todo caso, es  que esa “tal tercera vía” de Santos, NO EXISTE.

@CamiloAcosta2 

viernes, 27 de junio de 2014

Diatriba contra la ley seca

Las medidas excepcionales que toman los gobiernos municipales y distritales del país para enfrentar la combinación terrible entre borrachos y harina no pueden menos que avergonzarnos. La colombiana es una sociedad acostumbrada al Estado, y el Estado aquí nunca ha funcionado como debe. Así, las tales medidas excepcionales solo vinieron a tomarse después de las tragedias, como la ley contra los borrachines al volante, o la tardía prohibición del porte de armas de fuego en Bogotá. Fueron necesarios en esta ciudad gris, triste, fría,  nueve muertos. Nueve personas que, un día en que la ciudad se sale del curso parco que ha seguido por siglos y se deja llevar por la euforia pseudopatriótica del fútbol, resultan muertas por un exceso en la celebración; exceso de su parte o de parte de terceros.
Uno lee el primer párrafo y parece que lo que estuviera pidiendo yo es que la ley seca la hubieran puesto desde el primer partido. No. Las medidas que había que tomar eran preventivas, informativas, casi publicitarias. Había que derrochar recursos institucionales para prevenir lo que ya se veía venir desde los felices días de la clasificación ante Chile. Más, desde los tristes días de las eliminatorias pasadas. O desde los centenares de muertos que dejó el 5- 0 en el 94. Esta nación, acostumbrada al fracaso, no iba a soportar en completo civismo un suceso de la envergadura que vivimos. Es que Colombia es puesto uno, UNO, de la FIFA. Es que Colombia termina la primera ronda con nueve puntos de nueve posibles. Es que Colombia tiene pinta (Dios me oiga) de campeón o al menos de subcampeón, y esas son palabras que en el fútbol apenas empezamos a conocer. Los nueve muertos no son casi nada ante lo que pudo haber pasado aquí, y me disculpan la insensibilidad. De todas maneras la solución no era el castigo. Sobre todo porque la mayoría de personas sí sabemos cómo controlarnos y no vamos a agredir a otro por el simple hecho de que nos arroje harina al rostro, o nos pise el dedo gordo del pie en un salto de felicidad.
Tengo dos argumentos en contra de la ley seca: El primero, que no es la labor del Estado establecer ese tipo de prohibiciones. Como estoy en desacuerdo, en general, con la prohibición a las drogas, no podría estar de acuerdo con esta ley seca. Pero estoy en desacuerdo porque creo que una de las pocas cosas que la ideología liberal le dejó a este atribulado mundo occidental es precisamente la idea de que el Estado no debe intervenir más que en asuntos donde sea totalmente imprescindible. Pero en Colombia el Estado se hace el de las gafas con DMG, los corruptos, las multinacionales, los paracos, pero se mete más de la cuenta en asuntos exclusivamente individuales: la forma de celebrar. Entiendo perfectamente el argumento de que la celebración puede volverse un asunto de Estado si lo que está en juego es la vida de los ciudadanos. Pero la vida de los ciudadanos está en juego siempre. Y me atrevo a decir que esos nueve muertos de la celebración son menos de los muertos que habría podido haber sin partido. De todas maneras se reduce el tráfico con sus accidentes y el malevaje con sus apuñalados. El día de la madre, padre, velitas, navidad, y año nuevo, son fechas tradicionalmente violentas en el país. Vamos a decretar ley seca para diciembre, ¿o qué sigue?
El segundo argumento que tengo es que la prohibición, en son de castigo, resulta siendo peor para el castigado. A mí todo este asunto se me asemeja mucho a la relación padre-hijo. Si el hijo es, como decimos, una caspa, pues el padre tendrá que castigarlo. Si el hijo sale una noche y no llega sino a los dos días, es posible que el siguiente fin de semana el padre no quiera que su hijo salga. Pero si por eso el padre va a prohibirle las salidas a su hijo durante seis meses, lo que quizás va a pasar es que la siguiente vez el hijo no va a volver en cuatro días. Obvio es solo una manera de plantearlo, pero que me parece válida para este tema. ¿Qué pasaría si Colombia pasa a la final del mundial y el gobierno decide no poner ley seca para ese día? Yo ya tengo acumuladas varias borracheras, pues. ¿O será que la ley seca es indefinida y tendremos que acudir a las tácticas de Al Capone y sus esbirros? Porque esa es otra  ¿no?, que al final de cuentas ya uno va optando por no quejarse más y mejor abastecerse de alcohol antes de cada partido, haciéndole el quite a la ley.
Lo que propongo, para finalizar esta diatriba, es que el Estado se haga el loco y muera quien tenga que morir. Así de simple. La celebración, el fútbol, son asuntos sociales más que políticos -aunque no exclusivamente, claro-, y en el ámbito social deben permanecer. Es la sociedad la que, desde esta nueva generación de Nairo y Urán como ganadores del Giro, de Pajón como la mejor bicicrosista del planeta, de los pesistas y sus brazos enormes, de Ibargüen con sus piernas, su sonrisa, sus aplausos, esta generación de Brasil 2014, debe irse acostumbrando al éxito. En los deportes, en la cultura, en la economía, en la vida. Así a veces parezca que nuestro último refugio es solo el deporte. Nos acostumbraremos, Dios mediante, si papá Estado lo permite.
@CamiloAcosta2




lunes, 14 de abril de 2014

Gatopardo: Contradicciones discursivas sobre política de drogas.

El fenómeno del microtráfico es una de las causales de conflictividad más importantes de nuestra sociedad. Concentrado en áreas urbanas, sobre todo en la periferia, afecta significativamente las condiciones de vida de las comunidades. Pero el microtráfico hace parte de un fenómeno social más complejo y mucho mejor conocido, el narcotráfico.
El Presidente Santos, desde los primeros días de su mandato, se ha pronunciado en varias ocasiones sobre la imperiosa necesidad de los países productores de drogas por encontrar soluciones estructurales. Se trataría de empezar a cambiar el paradigma prohibicionista y comenzar una progresiva regularización del negocio de las drogas, haciendo socialmente más rentables sus ganancias y ayudando a prevenir sus daños colaterales. El jueves 13 de marzo, ante la Comisión de Narcóticos de la ONU, el gobierno colombiano apoyó la propuesta de buscar alternativas diferentes a la penalización y el encarcelamiento.
La demolición de noventa y dos propiedades que funcionaban como expendio de drogas en Bogotá muestra que tal cambio de paradigma no ha ocurrido, ni ocurrirá en el futuro próximo. La guerra contra las drogas sigue. Como en los tiempos de Escobar y Gacha, pero ahora con maleantes de perfil bajo, el Estado sigue invirtiendo millones de pesos del patrimonio en capturar o dar de baja a los cada vez menos poderosos y cada vez más numerosos capos. Hay algo que está clarísimo para todo aquél que habite estas tierras, y es que la tal guerra ha sido un fracaso absoluto. Es una guerra imposible de ganar, y Santos lo sabe.
Ahora, ¿cómo se explica que, siendo consciente de la gravedad del problema, y de la aún mayor gravedad de la “solución” aplicada, el gobierno no cambie el rumbo? No es solo que EEUU no nos deje, que no nos deja. No es solo que la solución deba ser global y no solo local, aunque la premisa es cierta. La explicación es tristemente más sencilla de lo que parece. El gobierno se contradice porque, lejos de ser de izquierda, el único capital político que lo diferencia de la extrema derecha es su discurso moderado. Guardar la coherencia entre el discurso y el accionar le habría costado a Santos la relativa independencia que ha logrado ganarle al uribismo, sus electores en 2010. Santos gobierna como Uribe, pero lo que menos le conviene es parecerse a Uribe.
El Presidente es más inteligente de lo que aparenta. Se distanció de Uribe para cortarle los hilos con que éste lo quería manejar desde sus oscuros aposentos en El Ubérrimo. Pero sabía que el distanciamiento le costaría votos. Para su reelección, tendría que mostrar que es diferente y mejor que los tres candidatos de Uribe. Entonces intentó inventarse el santismo. Pero, si realmente existiera (que no existe), el santismo no sería otra cosa que el milenario arte político gatopardiano de gobernar como siempre aparentando que se gobierna diferente. Cambiarlo todo para que todo siga igual. Muchos cambios discursivos, poca gestión y resultados. Ni hablar de las casas gratis (no) entregadas, ni de las hectáreas (no) restituidas, ni de la (supuesta) mejoría económica del país, ni de los (lentísimos) avances del proceso de paz, porque no es la idea desacreditar así al Presidente- Candidato.
Los bulldozers siguen avanzando. Entre tanto, el consumidor de drogas hace una llamada para que un jíbaro motorizado le traiga la mercancía hasta la puerta de su casa.
Camilo Andrés Acosta Güete

@CamiloAcosta2

lunes, 24 de marzo de 2014

Cuando los ricos somos pobres

Hay veces en que la riqueza de las naciones puede ser el camino más expedito hacia la miseria. La durísima temporada seca que azota el sur del país ha dejado miles de animales muertos, espejos de agua totalmente secos, y una aridez desértica que no era propia de los verdes llanos orientales. Por otro lado, en el Chocó, un incendio consume miles de hectáreas de bosque nativo, una tragedia que según expertos demorará tres décadas en borrar sus huellas.
El cambio climático no es culpa del gobierno de Colombia. El gobierno de Colombia es culpable de no hacerle frente al cambio climático. Para nadie es un secreto que en Casanare se mueven muchos millones de pesos por concepto de regalías, pero tampoco es secreto que esa plata no se reinvierte, y ciudades como Yopal terminan sufriendo de falta de agua potable en una región que guarda el 47% del agua subterránea de uno de los países con más cantidad de agua en el mundo.
Se trata de olvido, de irresponsabilidad histórica, y algo más grave, de carencia absoluta de sentido estratégico. Los estudiosos de la seguridad miran con ojos cada vez más atentos el asunto del cambio climático. Es un desafío enorme al que se enfrentan los Estados del mundo, y en algunos lugares como Suecia, Dinamarca, Islandia, entre muchas islas que parecen estar cada vez más hundidas, es una amenaza en todo el sentido de la palabra. Aquí tenemos tanta agua que no importa cómo la utilicemos. Al final caerá del cielo e inundará nuestras casas. Tenemos tantos animales que no nos importa cómo mueran, al fin morirían perseguidos por cazadores furtivos y contrabandistas. Tenemos tanta selva que no sabemos cómo tumbarla y pensamos que al final las matas matas son, y como nacieron una vez, así nacerán mil veces.
Apuesto el alma a que ninguno de nuestros gobernantes han leído acerca de las “Nuevas Guerras”, que así no sean tan nuevas sí reflejan bien el porvenir de nuestras sociedades. Nos enfrentaremos por recursos naturales. O bueno, tratarán de  enfrentarse con nosotros mientras los miramos impávidos. Quienes no tienen vendrán a donde quienes sí tenemos, y veremos cómo nuestra riqueza nos lleva al sometimiento y la destrucción.
Hay tres caminos. El primero, seguir gastando tan rápido como sea posible nuestra riqueza natural, así en un futuro no seremos vistos con ojos envidiosos y avaros por las potencias del norte. El segundo, como diría Mariano Ospina Rodríguez en 1857 en una carta dirigida al General Pedro Alcántara, ministro de Colombia en Washington, anexarle de una vez y para siempre a los Estados Unidos una estrella más. No sería, como diría Ospina, el Estado colombiano en su conjunto, que de poco o nada puede servirle a EEUU, sino su inexpolorada parte sur (y de ñapa el Chocó), donde las riquezas abundan y los problemas pueden solucionarse, que sí pueden. ¿Han visto esas noticias sobre los colegios gringos donde enseñan que la Amazonía colombiana es de ellos? Pues que así sea y nos desencartamos de una vez. O el tercero, particularmente improbable, que nuestros gobernantes le paren bolas al sur, que las regalías se reinviertan, que se emprendan planes de desarrollo económico y ambiental, que se recojan las aguas lluvias para las temporadas de sequía, que se ocupe el territorio de manera sostenible y respetuosa, y que, finalmente, se entienda que lo que tenemos puede ser tanto una oportunidad como una terrible amenaza contra nosotros mismos. 



Camilo Andrés Acosta Güete
@CamiloAcosta2